Creado el 18 de Marzo de 2009

martes, 21 de junio de 2011





          Y regresaron por mí, aún cuando el sol no había resucitado de su día anterior, cuando el olor a café no había despertado de la vieja cocina,  cuando la ruidosa puerta de madera no había rugido dándole los buenos días al vecindario, cuando los niños dormían aún en su alcoba arropados en sus camastros.

          Regresaron por mí, tres golpes en la puerta fueron suficientes. Adela bajó a abrir, y cuando asomé, divisé cinco sombras y el ruido de un coche arrancado en la puerta, conforme bajaba las escaleras apreciaba gente uniformada, botas con barro y un olor a tierra mojada que me avisaba que todo esto predecía a mi viaje. Me detuve, mientras Adela, asustada, intentaba pedir explicaciones, dí marcha atrás subiendo los escalones que ya había bajado, y abrí la habitación de mis hijos Juan y Antonio, los acaricié, los besé, e intentado no despertarlos, me despedí susurrándoles que les quería, entré en mi habitación, y destapada estaba Maria, durmiendo, faltaba poco para solicitar el pecho de su madre, ajena a todo y a todos, la arropé y quise despedirme de ella cantándole su nana, la nana con la que cerraba sus ojitos todas las noches, la nana con la que se dormía junto al calor de sus padres.

          Llegué de nuevo a la escalera y bajé, mi mirada se centraba en Adela,  sus lágrimas se hacían presentes, intenté esbozar una sonrisa para tranquilizarla, pero ella seguía dándole explicaciones inútiles a los presentes. Nombraron mi nombre, y acto seguido me detuvieron, Adela se acercó y me besó, dejándome el rastro de sus lágrimas saladas en mis labios.

Subí al coche, y allí estaba Manuel, Ginés el cura, Matías y dos hombres más que desconocía, sus miradas fijas al suelo eran sinónimo de miedo, angustia, pasado, amor. Saliendo del pueblo el coche se detuvo, en el momento cuando más fría está la madrugada, justo enfrente del terreno de Darío, aquel que nos sirvió de juego cuando aún éramos niños, frente al lavadero donde nuestras madres frotaban las sábanas y los ropajes mientras nosotros perseguíamos a las viejas gallinas,  aún no habíamos visto ni el primer rayo de luz cuando nos invitaron a bajar del coche. Estábamos condenados por pertenecer al primer bando que nos reclutó, condenados por sanar con mi botiquín a mis hermanos de un bando y de otro, condenados por ser partícipes de un horror, condenados a morir.

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