Y regresé al mismo lugar, donde siempre he estado, y pese a los años, mi presencia siempre se ha visto justifcada de una u otra manera. Quise revivir los mismos sentimientos que tuve en mi niñez. No lo quise hacer solo, quise volver a hacerlo como siempre he recordado, en casa de mis padres, mi casa. A las 5 de la mañana de este Viernes Santo, empapándome de las sensaciones y emociones que durante muchos años he vivido y he recordado.
Las túnicas moradas estaban preparadas junto con sus baberos y capiruchos delicadamente planchados, colgadas en sus perchas, la vieja caja de metal donde mi madre guardaba los corazones, los cordones, las medallas, los guantes negros.... el ir y venir de mis hermanos, mi padre de una habitación a otra en busca de algo olvidado, la luz especial que esa madrugada tiene el salón, sonidos de tulipas cuando estas se rozan y del varal cuando planta su picuda y fina base sobre el suelo, la típica pregunta si el nudo del cordón va al lado derecho o al lado izquierdo, el baile de capiruchos de un lado para otro para asignarse cada uno el suyo, y el retoque de ultima hora para que no falte ni un detalle. Todos estábamos preparados.
Procedimos a ir a la Casa de Jesús, dedicándole unos buenos días a cada hermano que nos cruzábamos en nuestro camino, y mientras caminaba no podía hacer otra cosa que imitar la estampa de mi padre colocando su capirucho sobre la tulipa, su varal al hombro, y el cordón milimétricamente colocado; el mismo cordón que me sirvió de guía durante muchos años, y del que no me separaba en las frías madrugadas cuando lo acompañaba a su lado.
Todo no podía ser tan bonito, el cielo nos tenía preparado algo con lo que amargamente contábamos horas antes, la lluvia. Decidimos acelerar el paso, y una vez en la Casa de Jesús, embriagado por el característico olor a incienso, perfúme del mismo cielo que se dirige hasta el fondo del alma, degusté el añorado y típico rosco, aunque esta vez con un sabor algo amargo, pues mi hermano nos daba la esperada noticia; la procesión habia sido suspendia. Quise poner algo de luz a esta madrugada y encendí las tres velas que portaba mi nuevo y estrenado varal, de igual forma procedió a hacerlo mi padre y mi hermano.
Sonó la campanilla, un sonido que no podría describir, porque con él vino mis recuerdos, la nostalgia, los sentimientos, las faltas de los que no están.
Real abajo tuve la sensación de que no habían pasado los años, seguía identificando a mi padre por su andares, y me sentí especial al verme rodeado de él y de mis hermanos.
En Santa María sonaron las primeras notas del Miserere, sobran las palabras.
Después llegó mi nazarena, mi pequeña nazarena, Ainhoa, con su gorrito, su diminuta túnica y con una sonrisa increíblemente deslumbrante, también quería formar parte de todo esto y me hizó aún más feliz ese día con su presencia. Ella también quería poner su granito de arena. Su madre me dijo que nunca se había despertado tan temprano con esa sonrisa. Mi sobrino Hugo no iba a ser menos, ¿quien dijo que la madrugada era oscura teniendo la presencia de estos dos soles?.
Y así pasó esta mañana del Viernes Santo, con mi hija en el duro y laborioso trabajo de abrir el envoltorio de su tradicional purito americano con su pequeñas y torpes manitas, y como no, emplazándonos para el próximo Viernes Santo, para volver a revivirlo todo, si el tiempo no lo impide.
Solo me queda mencionar a mi mujer, Gabriela, gerundense, poco identificada con nuestra Semana Santa, con nuestras procesiones, con lo que se vive en Úbeda en esta Semana. Y que menos que darle las gracias por respetar mis creencias, mis tradiciones y mi ilusión para que nuestra hija Ainhoa forme parte de Jesús Nazareno y pueda vivir y sentir lo que su padre, su abuelo y sus titos llevan sintiendo durante tantos años.